La niña que iluminó las aguas
Mari Pau Corominas rompió barreras y con 16 años fue la primera española en una final olímpica, en México-68, donde España acudió con solo dos mujeres
El fulgor de una niña de 16 años iluminó el depauperado deporte español en los Juegos Olímpicos de México-68. En aquellos años, la mera condición de sentirse deportista era singular para cualquiera mujer española y alcanzar la condición de olímpica era insólito. En ese contexto, la clasificación de Mari Pau Corominas para la final olímpica y su séptimo puesto en los 200 espalda fue una proeza. En hombres, Santiago Esteva se convirtió también en el primer finalista en unos Juegos, en México, y acabó quinto en los 200 espalda.
La irrupción de Corominas, sin precedente y en paralelo con las contadas figuras de entonces, Manuel Santana en el tenis por ejemplo, tuvo algo de fortuito y muchísimo de superación personal. Se inició en la piscina del colegio Betania de Barcelona. Se zambulló y puso agua de por medio. “Si hice 40 segundos, la segunda hizo 50. Vieron que tenía una facilidad tremenda”, recuerda la barcelonesa ahora, a sus 68 años. “A mí nadie me enseñó a nadar. Éramos seis hermanos y aprendimos solos. En mi familia se practicaba mucho deporte recreativo. Íbamos a esquiar, a la montaña, se jugaba a tenis”. El monitor de la escuela habló con su padre, que regía una empresa textil en Sabadell. Allí, en el primer club que contrató un entrenador extranjero, el holandés Kees Oudusgest, se forjó ella junto a un grupo de destacados nadadores. “En mi primer año, quedé tercera de España”, explica. “Y al año siguiente, campeona. Lo fui cinco veces seguidas y llegué a tener nueve récords, ya no solo de espalda, mi especialidad, sino de cross, estilos y relevos”. En 1966, en Utrecht, fue la primera finalista española en unos Campeonatos de Europa.
El deporte era un coto masculino. El equipo que representó a España en México-68 estaba compuesto por 122 hombres y solo dos mujeres, ella y otra nadadora, Pilar Von Carsten, del Real Canoe, hermana de Mercedes, que no entró en el equipo por falta de presupuesto. Nada extraño. España sumaba ocho medallas olímpicas, todas en hombres, y solo había contado con una mínima representación femenina en tres Juegos, dos en París-24, 11 en Roma-60 y tres en Tokio-64. El séptimo puesto de Corominas en la final de los 200 espalda en México-68 supuso un antes y un después, aunque hubo que esperar hasta Sídney 2000 para ver a una nadadora española en un podio olímpico, Nina Jivanesvkaia, bronce en los 100 espalda.
La nadadora catalana atribuye el atraso del deporte femenino a las condiciones sociales de la época. “En la natación siempre nos trataron muy bien y tuvimos igualdad de oportunidades. Lo que sucedía es que la sociedad no facilitaba que la mujer hiciera deporte como el hombre. Mi madre me explicaba que sus amigas le decían: ‘¡cómo puedes dejar que tu hija haga tanto deporte! Se va a poner musculada, exageradamente dura’. Mi madre les respondía: ‘no hay problema”.
Con instalaciones muy precarias, sin apenas figuras ni grandes éxitos, los deportistas españoles se veían muy lejos de la élite internacional. “Los referentes eran los tenistas como Santana. Junto a Gisbert y Arilla empezó la gran saga del tenis. En chicas, había esquiadoras como Conchita Puig, y alguna gimnasta. El deporte femenino por equipos casi no existía. En la natación, ya en los Juegos de Tokio, en 1964, habíamos tenido dos nadadoras, Isabel Castañé y Rita Pulido, una canaria simpática y guapa. Campeonato al que iba, campeonato que le daba el premio a la más guapa. Porque cada campeonato tenía una miss. Eso, ahora, sería terrible. Y también estaba Miquel Torres, que había competido en los Juegos de Roma”.
Los recortes de prensa, revistas y objetos que su madre coleccionó con mimo, avivan su memoria. “No fui consciente de la importancia de lo que iba a hacer. Lo asimilas con el tiempo. Cuando volvimos de México tuvimos un buen recibimiento, y nos lo agradecieron. Hasta fuimos a ver a Franco. Tampoco es que fuera un recibimiento maravilloso porque no hubo medallas. Pero empecé a ser conocida. Nos invitaban a recepciones, te daban diplomas…”. Dos veces fue elegida la mejor deportista española, en 1966 y 1968.
“Yo abrí una puerta”, concede. “Luego vino una época más decadente. Muchos récords míos duraron ocho o diez años. Hasta que Silvia Fontana batió algunos”. La precariedad de medios empezaba por la carencia de profesionales que les asesoraran y apoyaran. “El entrenador en aquella época asumía las tareas para las que ahora se cuenta con todo un equipo. Entonces, él era el psicólogo, el dietista, el pseudo fisioterapeuta, quien nos decía qué teníamos que comer y cuánto teníamos que dormir. Nos hacían un par de revisiones médicas al año, y listo. No recibíamos compensación económica, solo nos pagaban los desplazamientos y hoteles”, precisa.
Se dio cuenta de que su progresión se estancaba. Pidió una beca para entrenarse en Estados Unidos. La consiguió gracias a la ayuda de Santi Esteva y de su padre, que adelantó un dinero que no le reembolsaron hasta un año después. “Todo era muy amateur. ¡Suerte de la familia que tenía!”. Se trasladó a Estados Unidos para entrenarse a las órdenes de Doc Counsilman, uno de los mejores técnicos de la historia, y junto al legendario Mark Spitz, ganador de cuatro medallas en México-68, preludio de sus siete legendarios oros en Munich-72. “Me costó mucho. Me entrenaba muy fuerte. Era la única mujer allí. Acababa cada entrenamiento agotada. Cada vez que escribía una carta a mi familia les decía ‘me duelen las piernas no puedo más’. Al cabo de 14 días, lo que tardaba el correo de ida y vuelta, me llegaba la respuesta: ‘¡tómate aspirinas!’ Tenía muchas rampas. Me llegaba a tomar cuatro o cinco aspirinas diarias. Esto sería ahora una barbaridad porque provocan llagas de estómago, pero no teníamos dietista. Estábamos en una ciudad de Indiana (Bloomington) y hacía un frío que pelaba. En febrero, cuando salíamos del agua se nos congelaba el pelo”. Allí mejoró sus tiempos y su inglés. “Cuando volví y participé en los Europeos (en 1970, en Barcelona), vi que no había mejorado lo que había pensado. Así que, con 18 años, me retiré. Nadie vino a preguntarme por qué dejas la natación, o ‘te ayudamos’, o ‘te damos una beca’. Era la única nadadora que estaba haciendo algo a nivel internacional. Si no tenías alguien al lado que te fuera motivando y acompañando, no tenía ninguna razón de ser. Una satisfacción para mí sola no me compensaba. Empecé mi primer año de carrera (Económicas) y vi que era bastante incompatible entrenarse con la élite y estudiar. Pueden tener por seguro que no nos regalaron nada”.
Ahora, disfruta con el excelente nivel de algunas nadadoras. “Mireia (Belmonte), Jessica (Vall)…, las chicas de la sincro… es para quitarse el sombrero, tienen un nivelazo. Ahora, doy más importancia a lo que hice. Seguramente nosotras abrimos la puerta para que hubiera buenas nadadoras después, sí. Me he encontrado con Mireia Belmonte, pero yo creo que no sabe ni quien soy. Es que hace ya 50 años…”.
Los Juegos de México dejaron un relato deportivo y político para la historia. Hubo récords legendarios de Bob Beamon, Jim Hines, Tommie Smith y Lee Evans, la innovación de Dick Fosbury en el salto de altura, la aparición de Mark Spitz y Tommie Smith y John Carlos levantaron el puño en el podio en contra del racismo. “Si llegué a la final fue en parte por la buena programación que hizo el Comité Olímpico Español. Hizo posible que estuviéramos en México cinco semanas antes para aclimatarnos a la altitud (2.240 metros sobre el nivel del mar). Otras nadadoras que nos superaban no se aclimataron. En la final, la verdad, me sentía bastante pequeñita al lado de las americanas, las rusas, las alemanas. Me imponían, no tenía su envergadura”.
Aquellos Juegos también fueron convulsos por la situación política y social que se vivía en México. Diez días antes del inicio se produjo la Matanza de las Tres Culturas, donde decenas de estudiantes que protestaban perdieron la vida a manos del ejército y de milicias paramilitares. “Nos enteramos de segundas. Nos tuvieron tres días en la Villa Olímpica sin poder salir, pero jamás nos explicaron lo que había pasado. No fui consciente hasta que retorné a España. Estuvieron a punto de ser suspendidos los Juegos, pero todos los deportistas estaban ya en México y al final se decidió que se celebraran. Nos pusieron policía en la Villa Olímpica. No llegué a pasar miedo. A los 16 años no eras muy consciente de si aquello iba a ir a más”.
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